CAPÍTULO 22:
¿Dónde nacen las patatas?
San Francisco le
consoló, poniendo un rostro bondadoso como el de un padre cuando ve a un hijo
triste. Pero, como todo pasa, a los frailes se les pasó pronto el enfado, pues
al fin y al cabo les hacían gracia las simplezas de fray Perico. Por eso
fray Cipriano, un lunes por la tarde, ordenó a fray Perico sacar las patatas del
huerto:
– Y no olvides
que las patatas no están en los árboles.
– ¿Pues dónde
están? –preguntó lleno de admiración el lego.
– Escondidas en
la tierra.
– ¡Qué divertido!
Ni que fueran un tesoro.
Fray Perico se
fue al huerto, con la azada al hombro, dispuesto a no quedar mal esta vez. Lo
hacía por San Francisco, que no ganaba para disgustos y ponía siempre buena
cara; aunque más razón tenía para ponerla avinagrada, como la del padre prior.
Llegó el lego al huerto, escarbó aquí y allí y no encontró ni una.
– ¡Caramba, ya
empezamos!
Cavó junto a un
pino, hizo un hoyo junto a la tapia, pero sólo encontró chinarros, lombrices,
una sandalia vieja, una sartén apolillada, un nido de topos. Nada.
«Estarán más
abajo», pensó el fraile.
Cava que te cava,
hizo un agujero cada vez más hondo: un metro, dos metros, tres, cinco, ¡qué sé
yo!...
Los frailes, a la
hora de la cena, echaron de menos a fray Perico. Fray Ezequiel, el de la miel,
que en la mesa tenía su puesto al lado, preguntó:
– ¿Dónde está
fray Perico?
– Se fue esta
tarde por patatas al huerto.
– Pues es de
noche y no ha vuelto.
– Alguna de las
suyas habrá hecho –refunfuñó fray Cipriano.
El hortelano
salió al patatal dando gritos y voces, miró en los corrales, junto a la
noria, en las tomateras y ¡cataplum!, cuando pasaba junto al nogal, se lo tragó
la tierra.
El pobre fraile
no había visto el agujero que fray Perico había cavado en busca de las
patatas y se cayó de cabeza.
– ¡Ay! –chilló
fray Perico que, sentado en el fondo, dormía plácidamente, cansado de tanto
cavar.
– Pero,
¡demonios! ¿Qué haces aquí, fray Perico? ¿No te mandé sacar patatas?
– ¡Pues ya estoy
escarbando, pero soy tan tonto que no encuentro ni una!
Fray Cipriano se
desternillaba de risa, pero luego se quedó muy serio cuando quiso salir
del agujero y no pudo, ni aun poniéndose de pie sobre los hombros de fray
Perico. Los dos frailes se acurrucaron en el fondo y pasaron la noche roncando
como unos benditos. Lo peor fue que fray Sisebuto, al amanecer, puso en marcha
la noria. Borboteó el agua por la acequia camino del campo de repollos, donde
fray Perico había hecho el agujero, y comenzó a caer a torrentes sobre las
cabezas de los dos frailes. Fray Sisebuto se quedó atónito. ¿De dónde salían
aquellos gritos?
Corrió hacia los
repollos y vio un agujero, grande como un pozo, de donde salían ayes y voces
desesperadas. Pensó que sería algún alma en pena que quería escaparse del
purgatorio, pero al arrimar la oreja oyó la voz de fray Perico. Fray Sisebuto
fue a cortar el agua, gritando ¡so! al burro, que estaba dando vueltas a la
noria; luego trajo una escalera, la puso en el hoyo y por ella subieron, hechos
una sopa, los dos frailes, ante el asombro de fray Sisebuto.
Fray Cipriano se
fue a la cama tiritando, y estuvo ocho días con un catarro morrocotudo.
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