CAPÍTULO 16


CAPÍTULO 16: El arca de Noé.

Cuando los aldeanos vieron al lobo sentado junto a fray Perico, royendo un hueso, se quedaron sorprendidos; las gallinas picoteaban a su lado. Los frailes y los vecinos se acercaron poco a poco y dieron gracias a Dios por el maravilloso cambio del lobo. Desde entonces, el lobo entraba en el convento todos los días, dormía en el monte y los vecinos no le temían. El único que le tenía miedo era fray Olegario, desde que el lobo le hiciera un siete en el hábito por pisarle la cola. Si lo veía, se subía en una silla para no pisarlo y no se bajaba hasta que no estaba bien lejos. También fray Pirulero le tenía respeto al verlo con aquellos dientes y aquel pelo. ¡Qué diferentes eran el gato y el borriquillo de este otro animalote! Al gato le daba un escobazo y salía haciendo ¡fu! por la ventana; al lobo le atizaba con el hierro de la cocina y el que tenía que salir corriendo era fray Pirulero.

¡Pobre fray Pirulero! Siempre tenía que tener la cocina cerrada, apestando a humo, pues cuando no era fray Perico que robaba las chuletas, era Calcetín que se comía las natillas, o el lobo que tiraba de una ristra de chorizos, o el gato que se llevaba las sardinas por docenas. ¡Y en la mesa ya no se cabía!

¾ Parece el arca de Noé ¾decía fray Sisebuto, que tenía a su derecha a Calcetín; a su izquierda, al lobo; y en los hombros, al gato.

A veces se colaban por la ventana las gallinas y se ponían a picotear encima de la mesa, a beber en los vasos y a comerse los garbanzos, y los frailes se quedaban sin probar bocado por culpa de fray Perico, que se enfadaba mucho si alguno las espantaba.

Y en cuanto al lobo, ¡qué manera de comer, qué poca educación, qué glotonería! Parecía que no había comido en su vida. No usaba cuchara, ni tenedor, ni cuchillo, no se ponía servilleta, tiraba la comida con la pata al suelo y la devoraba a bocados. Hacía mucho ruido cuando sorbía el caldo y se zampaba el postre con cáscara, ya fueran melones, plátanos, castañas o nueces. Fray Perico le regañaba y le daba algún capón que otro, pero nada conseguía.

De todas maneras, el lobo no volvió a comerse ni una gallina ni una oveja, como lo había prometido, y solamente una vez le rompió los pantalones al tío Carapatata por darle una piedra en lugar de un trozo de pan. Pero, en cambio, una vez que venía el señor Hildebrando de recoger la remolacha y se cayó al río, el lobo lo sacó de las aguas revueltas cogiéndole con los dientes por los calzones de pana.

El lobo murió muy viejo, muy viejecito, tan viejo que se le habían caído los dientes y Fray Perico le tenía que dar papilla de guisantes. Un día se dio un atracón de pepinos, que le gustaban mucho, y murió tranquilamente, rodeado de todos los frailes y vecinos que lo lloraron bastante. Fray Perico lo enterró junto a un abeto del camino.

Así iban pasando los años por el convento. Fray Perico era cada vez más inocente y más bueno; el burro estaba cada vez más blanco y más gordo.
Cuando murió el lobo, el convento quedó un poco triste. Los frailes, después de cenar, recordaban las andanzas del animal por el convento. Fray Pirulero contaba que un día dio un salto de siete metros y se llevó un jamón que tenía colgado del techo de la despensa. Fray Bautista, el organista, se acordaba con lágrimas en los ojos de cuando el lobo le pasaba con la pata las hojas de sus partituras. Fray Sisebuto se acordaba de cómo manejaba el fuelle de la herrería, tirando de la cadena con la boca. Fray Cucufate se enternecía cuando contaba que el lobo movía con la cola el molinillo del chocolate.

Y a fray Olegario se le hacía un nudo en la garganta cuando se miraba el hábito y veía el siete que el animal le había hecho por pisarle la cola. Fray Perico tenía los ojos enrojecidos de tanto llorarle, pues cada rincón del convento le traía recuerdos imborrables del animal.

Pero como el lobo había muerto bien cuidado y rodeado de cariño, el dolor de los frailes no era amargo, sino dulce y consolador. El lobo había muerto arrepentido y con la bendición de San Francisco, y eso era un gran consuelo.

Además, ¡había tantas cosas donde poner el cariño y el amor de aquellos veinte frailes barbudos y bondadosos! ¡Había tantas gallinas, patos, corderos, hormigas, flores, plantas, árboles, que necesitaban su ayuda y atención! Y, sobre todo, estaba el borrico, que con sus travesuras hacía las delicias de la comunidad.

La vida, pues, siguió su curso. Los frailes siguieron levantándose antes de salir el sol, y el día seguía desgranándose, monótono y pausado, como las cuentas de un rosario.

A fray Perico le costaba sacar al burro de la cama. Ya en la capilla, los frailes hacían sus largas oraciones arrullados como siempre por los ronquidos de fray Perico.

Después salían los frailes de la capilla. Un tufillo a chocolate llegaba del comedor. Calcetín salía corriendo, pero el cocinero tenía tapada la chocolatera. Mientras rezaban, el borrico se comía los bizcochos de su vecino fray Sisebuto. Fray Perico le ponía la servilleta a Calcetín y le llenaba la escudilla con cinco cazos de chocolate. Después del desayuno, todo el convento se llenaba de ruidos. Fray Sisebuto, el herrero, encendía la fragua. Machacaba en el yunque con su enorme martillo: ¡tic, tac, tic, tac! Calcetín le ayudaba tirando del fuelle de la fragua con los dientes.

Fray Gaspar, el del tejar, hacía tejas.
Fray Ezequiel cuidaba de las abejas.
Fray Bautista daba la lata en el órgano.
Fray Opas cepillaba con su garlopa.
Fray Jeremías cosía calcetines en la sastrería.
Fray Simplón se pillaba los dedos con el martillo.
Fray Pirulero pelaba patatas para el puchero.

1 comentario:

  1. Me gusta el resumen lo que pasa que un poco largo
    Si lo hicieras mas corto estaría espectacular

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