CAPÍTULO 21


CAPÍTULO 21: Los melones de la montaña.
           
Pero el padre superior no se contentaba como San Francisco. Un día, harto del poco aprovechamiento de fray Perico, le castigó a trabajar de firme en la huerta. Fray Cipriano, el hortelano, movió la cabeza preocupado cuando fray Perico, después de mirar el azadón como si fuera un bicho raro, lo asió al revés y, al levantarlo, se dio un golpe en la cabeza que se quedó casi sin sentido. Fray Cipriano le regañó por su poca maña y el lego, un poco mohíno, volvió a intentar clavar el azadón en el suelo. Pero lo hizo con tan poca puntería que casi se quedó sin pies.
─ ¡Ay! ─gritó el pobre fraile, soplando sus dedos magullados.

Los frailes, después de ver que fray Perico no se había hecho mucho daño, comenzaron a reírse de buena gana, lo que molestó aún más al lego, que, después de echarse saliva en las manos, tomó la herramienta y la alzó con las manos, con tal ímpetu que se le escapó y salió volando por encima de un ciruelo.

El hermano hortelano guardó el azadón y le mandó a tomar melones, pues eran los primeros días de agosto.

Fray Perico ensilló el borrico y salió silbando, vereda adelante, con un gran serón para la mercancía. Al llegar al río, se paró. Allí no había melonar por ninguna parte. Había álamos, zarzamoras, robles, olmos, chopos, pero el melonar estaba tan escondido que, ni siquiera después de rezar hasta una docena de Padrenuestros a San Antonio, aparecía ni vivo ni muerto.
─ ¿Qué haces ahí? ─le preguntó fray Sisebuto, que iba a la fragua.
─ Nada, que vengo por melones y han robado el melonar.
─ ¡Pero, hermano! ¿No lo ves allí? ─exclamó el padre herrero, señalando hacia el monte.

Fray Perico tomó el burro y fue hacia aquella parte. Cuando llegó, se quedó con la boca abierta. Los melones eran tan pequeñitos que parecían ciruelas. El fraile se subió a un árbol y comenzó a coger el fruto. Se comió uno de un bocado y exclamó estupefacto:
─ ¡Atiza, si tiene hueso dentro!

Fray Perico no quiso ni enterarse y, después de llenar el serón, lo cargó sobre el asno y subió cantando al convento. Cuando fray Mamerto metió las narices en el canasto, dio una patada en el suelo y vociferó:
─ Pero, ¿qué traes ahí?
─ Melones.
─ ¡Pero si son ciruelas! ─chilló fray Mamerto.
─ Me he equivocado de árbol ─se excusó humildemente fray Perico.

El fraile explicó a fray Perico que los melones nacían a ras del suelo y, después de asirle de una oreja, le llevó al melonar y le señaló los hermosos frutos que se escondían entre las matas.
─ Caramba, se esconden como los topos. ¡Así, ya podía yo buscarlos!
El hortelano le ordenó tomar cuatro docenas y cargarlos en el serón que llevaba Calcetín, y se fue a regar los tomates. Silba que te silba, fray Perico cargó las cuatro docenas y subió camino del convento. Silba que te silba atizó al borrico dos palos, pues era hora de comer y el burro no tenía ganas de trabajar a pleno sol y cuesta arriba. Un par de coces y los melones saltaron por el aire y echaron a rodar, cuesta abajo, camino del pueblo.

¡Qué saltos y tumbos daban por las peñas!

Fray Perico, por tomar todos no tomó ninguno. Parecían de goma, giraban, botaban, volaban por el aire. Un rebaño de cabras que cruzaba por el senderoechó a correr cuando vieron aquel alud que se les venía encima.

El pastor chillaba, los perros ladraban en pos de los zancajos de fray Perico, que corría detrás de los melones fugitivos.

El tío Zanahorio subía con un carro de mies y se echó las manos a la cabeza. Los melones pasaron por debajo del carro; detrás los perros, y al final fray Perico, el cual llegaba desalado por encima del barranco que bordeaba el camino. De un brinco cayó sobre el montón de mies apilado encima del carro. Las mulas se espantaron y el vehículo se vino abajo con un ruido y una confusión de mil diablos. Asomó la cabeza el fraile entre las doradas espigas, y pudo ver cómo, allá a lo lejos, llegaban los melones a la plaza del pueblo, entre los gritos de alegría de los vecinos, que recibieron aquel maná como llovido del cielo, pues era ya la hora del postre.

Fray Perico subió avergonzado al convento, y los frailes ni siquiera le saludaron de lo enfadados que estaban. Sobre todo fray Gaspar, el del tejar, al que le gustaban mucho los melones desde pequeñito. El padre superior no dijo ni pío; pero era el peor, pues se le puso una cara más larga que un ciprés.


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