CAPÍTULO 14


CAPÍTULO 14: Un fraile más.

Transcurrieron unos días maravillosos. Calcetín era un frailico más. Dormía en una cama de madera. Se levantaba a las seis. Comía en la mesa con los frailes, pero no creáis que comía paja, sino berzas, lentejas y bacalao; el agua casi no le gustaba. Prefería el vino. Pero ningún fraile quería estar a su lado porque al menor descuido le comía su comida. En la huerta estaba encargado de la noria, pero como los frailes lo querían mucho, fray Tiburcio, el herrero, se enganchaba él a la noria. Mientras tanto, el burro dormía la siesta al lado de fray Perico.

Y una gran paz, una gran alegría comenzó a reinar en el convento.

El borriquillo, que tenía su celda al lado de fray Perico, era el primero que se acostaba, y todos los frailes iban a darle las buenas noches. Le llevaban una zanahoria, una hoja de lechuga, una naranja, un puñado de higos. ¡Qué pelmazos! Le arreglaban la almohada, le mullían el colchón, lo arropaban bien con las mantas y fray Perico le contaba un cuento para que se durmiera. Daban las nueve y ya estaban los frailes roncando. El que más roncaba era fray Perico. Hacía un ruido como una trompeta vieja. Los frailes se levantaban enojados porque calcetín podía despertarse con aquellos ronquidos. Pom, pom, pom, daban golpes en la puerta.

El único que no dormía era el padre superior, que se pasaba muchas noches rezando el rosario o echando las cuentas del convento.

¡Kikirikí! Los frailes, tiritando, saltaban de la cama y corrían por el pasillo para entrar en calor. Bien lavados y peinados, iban a despertar al borrico, le daban los buenos días, le lavaban la cara y las orejas y luego lo secaban y lo peinaban.

Fray Perico no quería levantarse. El burro tiraba del colchón con los dientes y echaba a fray Perico al suelo. El pobre fraile se levantaba con los ojos cerrados, se ponía las zapatillas al revés, se llevaba una sábana creyendo que era una toalla, en vez de jabón asía una onza de chocolate, se lavaba con un dedo, se limpiaba los dientes con el cepillo de los zapatos, y se volvía a meter en la cama con zapatos y todo.

¡Dan, dan, dan! Los frailes tocaban uno por uno la campanilla al entrar en la iglesia. Pero ya no eran veinte campanadas: eran veintiuna, porque fray Calcetín también tiraba de la cuerda con la boca. Entraba en la iglesia y se colocaba en un sitio al lado de San Francisco.

El buen San Francisco sonreía tiernamente al verlo.

Ésa era la vida apacible del convento uno y otro día. Todos estaban contentos, nada turbaba aquella paz. Hasta que llegó el invierno. Nevaba copiosamente aquellos días. En el convento, los frailes se ponían papeles debajo del hábito para resistir el frío, y encendían astillas por los rincones. Todos tenían sabañones. Todos. ¡Hasta el borrico en las orejas!

En la huerta, los frailes echaban batallas con bolas de nieve; todos tenían algún chichón en la cabeza. En la biblioteca no había quien parase, y fray Olegario no podía escribir porque se le helaba la tinta.

San Francisco tiritaba en su altar, y fray Perico se quitaba una manta por la noche y la ponía sobre los hombros del santo.

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