CAPÍTULO 17: Sopa
de letras.
Ningún fraile
estaba ocioso. Cuando daban las nueve, los monjes iban a la biblioteca.
Allí había libros de todas las clases: gordos, flacos, azules,
amarillos. Todos muy viejos. Todos llenos de polvo. Había uno que pesaba una tonelada;
para pasar las hojas tenían que emplearse dos frailes. Era la historia del convento.
Fray Pirulero
leía un libro de cocina.
Fray Ezequiel, la
vida de las abejas.
Fray Pascual, la
vida de las gallinas.
Fray Perico, como
no sabía leer, se sentaba en un rincón a hojear los libros de santos. El burro
se sentaba a su lado.
Pero los frailes
no podían leer tranquilos. Fray Perico no hacía más que preguntar y preguntar.
Hasta que un día
el padre Nicanor se hartó de oír pasar hojas y hojas a fray Perico y dijo:
─ ¡Es una
vergüenza que un fraile no sepa leer ni escribir!
─ Es verdad
-dijeron todos-. Hay que ver qué herejías suelta en el rezo y qué letanías
inventa. ¡Los santos se tapan los oídos cuando empieza!
─ Desde mañana,
que aprenda a leer con el padre Olegario -ordenó el superior.
El padre Olegario
se puso blanco como el papel, pero agachó resignado la cabeza. Sabía lo cerrado
de mollera que era fray Perico, incapaz de rezar el Padre nuestro sin mezclarlo
con el Credo y los Siete pecados capitales, la Salve y el Yo pecador.
Fray Perico
compró un lápiz y un sacapuntas, y fray Olegario le puso a hacer palotes como
si fuera un chiquillo. ¡Qué palotes! Parecían culebras y renacuajos. ¡Qué
sietes! ¡Qué agujeros en el papel! El burro le ayudaba a veces borrando con
su áspera lengua los garabatos mal hechos, pues fray Perico no tenía goma.
Lo peor era leer.
Fray Perico se armaba un lío tremendo entre la ele y la elle y la uve
doble y la sin doblar.
¡Qué paciencia la
del pobre fraile, que tenía que dejar sus libros y diccionarios para escuchar
las barbaridades de fray Perico!
Para éste una efe
no era una efe sino el padre Nicanor, el superior, que sobresalía de entre
todos por lo alto que era; la te era el martillo de fray Sisebuto; la ge, el
gato de fray Pirulero con el rabo torcido. Fray Olegario se mesaba la barba y
levantaba los brazos al cielo suplicando paciencia. Fray Perico se golpeaba la
cabeza contra la mesa, desconsolado:
─ ¡Es imposible!
Hay tantas letras que jamás me las meteré en la cabeza...
Un día, fray Olegario,
enfadado por esta cantinela, le preguntó:
─ Pero, fray
Perico, ¿cuántas letras hay?
─ ¡Huy! Por lo
menos dos millones.
Fray Olegario se
derrumbó abatido en un sillón.
─ Pero, alma de
cántaro, si sólo hay veintiocho.
─ ¿Veintiocho?
-gritó estupefacto fray Perico; y dando un portazo salió corriendo, con
Calcetín, pasillo adelante.
─ ¿Dónde irá? ─se
preguntó fray Olegario.
Al rato, fray
Perico llegó con el borrico cargado con tres sacos muy pesados.
─ ¿Qué traes ahí?
─ Tres sacos de
letras.
─ ¿Tres sacos de
letras? ¿De dónde los has sacado?
─ De la despensa.
─ ¿Estás loco?
─ No, no lo
estoy. Estos sacos son los que usa fray Pirulero para hacer la sopa.
─ ¿La sopa?
─ Sí, la sopa de
letras. Hay tantas letras que podríamos estar comiendo todo el convento
hasta el día del juicio.
─ Pues aunque
tengas un cólico miserere de tantas letras, jamás distinguirás una «o» de una
calabaza -exclamó dando un puñetazo en la mesa fray Olegario.
Mientras tanto,
fray Pirulero, que había echado en falta sus sacos, llegó a la biblioteca
y se quedó con la boca abierta. El burro tenía metida la cabeza en uno y se
había zampado la mitad de su contenido.
─ Pero, fray
Olegario, ¿has visto lo que está haciendo el borrico?
─ Sí, hermano,
está aprendiendo a leer -contestó el anciano.
El cocinero bajó
con las orejas gachas a la cocina, pensando que, con el apetito con que comía
el asno, pronto llegaría a sabio; pero a costa de dejar sin sopa a todo el
convento. Así pues, llegó a la despensa y cerró con cien llaves, no fuera
a ser que después de la sopa utilizara fray Olegario los chorizos, los quesos,
las manzanas y el membrillo para enseñar botánica y zoología al borrico.
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